Como se sacrificaba a un inocente, por un chisme. Suplicio y muerte del doctor Gustavo Vaz
Autor Anónimo
Revista Fantoches – 11 de Julio de 1936, No. 544, Pag. 2
Entre las más recientes demandas propuestas contra la herencia de Juan Vicente Gómez, fabulosa pirámide amasada con sangre de martirio y oro de rapiña, figura la propuesta por la señora viuda e hijo del doctor Gustavo Vaz, sacrificado en la Rotunda de Caracas.
Gustavo Vaz – “Guche”, como se le llamaba cariñosamente, fue nuestro amigo antes de la prisión y compañero, pared por medio, de nuestro director durante el año terrible del 19 en los lúgubres calabozos de la mazmorra que constituía un ultraje para la civilización y que hoy con íntima fruición, la vemos desmantelada desmoronarse al golpe de la piqueta sobre sus pétreos muros coloniales.
La Rotunda está casi ya en el suelo, para dejar sitio a la Plaza de La Concordia…¡Gloria a la hora feliz de las reivindicaciones! Y Así mismo se deberá ver desmantelarse y desmoronarse la inmensa fortuna de Gómez y las de aquellos que con él contribuyeron al escarnio y al despojo del pueblo venezolano, para que sus reliquias reivindiquen en parte a los que sufrieron y murieron en las cárceles, en muchas ocasiones injustamente perseguidos, como es el caso del doctor Vaz.
En recuerdo de la triste camaradería de secuestrados, pedimos a su hijo- que ya es todo un mozo y se llama Gustavo, como él- que nos suministrase detalles de la causa, suplicio y muerte de su padre, y el joven Vaz nos trajo escrito un breve memorial del cual transcribimos los puntos principales.
El doctor Gustavo Vaz ejercía en Caracas su profesión de dentista, con extensa clientela y y sólido aprecio social, como cabeza de un honorable hogar al que trascendía el júbilo de dos retoños.
Para 1918 resolvió ir a Puerto Rico en compañía de su esposa y de sus dos pequeños hijos, Josefina y Gustavo, en viaje de recreo y al desembarcar en la isla borinqueña encontróse con su antiguo y buen amigo el General Rafael María Carabaño, exilado de Venezuela como revolucionario, con el cual charló sin rodeos, como el que tropieza con un conocido al que se deja de ver por mucho tiempo y, luego, durante su permanencia en la isla, se les presentó de nuevo la oportunidad de avistarse varias veces…¡Qué tremendo delito significaba para un venezolano en el exterior saludar siquiera, bajo la mirada alerta de los espías, a un enemigo de Gómez! ¡Sentencia de muerte!
No tardaron los calumniadores en ejercer su triste misión; el Cónsul de Venezuela en Puerto Rico entonces, el doctor Diego Arcay Smith, esperó a que Gustavo Vaz regresara a Venezuela, para delatarlo como portador de “Correspondencia revolucionaria” y a los trece días de su arribo a la Patria, o sea en junio de 1919, el doctor Vaz fue encarcelado “por orden directa de Juan Vicente”, según expresó su tristemente célebre hermano don Juancho.
Trasladado a la Rotunda, fue sometido a todo género de torturas, para que “cantara” y-puesto que nada sabía de lo que se le imputaba no “cantó”. Después se le mantuvo “incomunicado” en el calabozo número 25 de la redoma nueva, sometido a las privaciones y vejámenes que se estilaban contra los presos “peligrosos”, y por fin puesto en libertad el 14 de noviembre del mismo año, gracias a la “magnanimidad” del “Jefe” dándosele por cárcel su casa de habitación.
Pero la piedad del sátrapa advino demasiado tarde para Gustavo Vaz. Los tormentos, el hambre, la carencia absoluta de medicación y la angustia del hogar en desamparo, habían aniquilado física y moralmente su humana contextura y el retorno a su casa fue al lecho de muerte, donde expiró diez y ocho días después, el 2 de diciembre de 1919.
El doctor Gustavo Vaz dejó a su viuda y los dos huerfanitos en la más espantosa miseria, pues los escasos ahorros obtenidos con el ejercicio profesional se disiparon en atender a los gastos de su prisión, contribuyendo a la codiciosa avidez de los carceleros de Gómez.
Para no perecer de hambre, la señora viuda, en compañía de su hijita de doce años, Josefina, tuvo que emplearse como empaquetadora en la fábrica de cigarrillos “Bandera Roja”, e irse a vivir con los dos huerfanitos, en la casa de vecindad más barata que encontraron. Pero tiempo después la pequeña Josefina moría de tuberculosis adquirida en los precarios corredores del hospedaje, en el mísero cuartucho donde se refugiaron y en la tarea diaria y dura para su endeble niñez.
Lúgubre cuadro de abandono y de siniestra saña, que hoy implora justicia ante los tribunales y que, como resultante del suplicio del compañero de cárcel, nos mueve a reanudar en próxima ocasión nuestros artículos sobre “la siniestra Rotunda”, dejados de la mano por imperativos del abrumador trabajo, pero cuya conclusión no deberá caer del todo en el olvido, expedientes del juicio con que la posteridad ha de sentenciar al Gobierno de Gómez como una de las etapas inconcebiblemente bárbaras, infamantes y crueles que haya sufrido país alguno en el mundo.
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